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martes, 3 de mayo de 2011
Un nuevo orgullo nacional impulsa a Obama
Obama será ya siempre recordado, no solo como el primer presidente negro, sino como el que consiguió matar a Bin Laden y hacer justicia por los crímenes del 11 de septiembre de 2001. Su presidencia adquiere así una nueva dimensión y sus posibilidades de reelección, todavía en dudas, crecen considerablemente como consecuencia de este episodio extraordinario.
La caída de Bin Laden refuerza, precisamente, el ángulo en el que su figura era más puesta en duda entre un sector del electorado: el de su supuesta debilidad en el combate al enemigo, el de su excesiva complacencia con el extremismo islámico. Este éxito valida, además, de forma automática la estrategia que Obama, como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, había impuesto en la guerra contra el terrorismo.
Es sabido que las elecciones norteamericanas se ganan por la política interior, algo en lo que Obama aún tiene muchas respuestas que dar para satisfacer a los votantes. Pero la muerte de Bin Laden es mucho más que otro punto de la agenda internacional. La desaparición del líder de Al Qaeda, como se pudo comprobar inmediatamente por el estallido espontáneo de alegría popular, es una gran oportunidad de recuperar el orgullo nacional herido en los atentados del 11-S.
Desde aquel suceso, los norteamericanos han atravesado por momentos difíciles que han generado dudas sobre su papel en el mundo y su futuro como nación. La incomprensible guerra de Irak, que desató una gigantesca ola de antiamericanismo en muchos países, y las dificultades encontradas en Afganistán, donde, después de casi 10 años, Estados Unidos se ha visto incapaz de derrotar a un enemigo muy inferior en medios, hicieron sentir a los estadounidenses que su guerra contra el terrorismo era un error y una causa perdida. Eso, unido a la crisis económica y al surgimiento de nuevas potencias que discuten la autoridad de Washington, especialmente China, llevaron a la conciencia de este pueblo la convicción de que sus mejores días habían pasado.
En las caras de quienes se han manifestado en las últimas horas frente a la Casa Blanca o en la zona cero de Nueva York se podía leer que este último éxito militar permite afrontar la realidad con una nueva mirada de optimismo. EE UU ha demostrado, después de todo, el poder de su maquinaria militar, única en cuanto a recursos y preparación, el valor de sus servicios de inteligencia, que perseveraron en una labor que parecía inútil, y, más importante aún, la consistencia de un país que no renuncia jamás a derrotar a sus enemigos. "Hemos demostrado que no hay nada que no podamos conseguir como nación", dijo ayer Obama.
Gran parte de esos valores se verán ahora representados por el propio Obama. El presidente de EE UU siempre es, para bien y para mal, el símbolo último y supremo del momento histórico que vive el país. Su figura es, por razones históricas y políticas, la concentración del sentimiento nacional. En esta era de veloces medios de comunicación, ese sentimiento fluctúa de forma vertiginosa y se ve afectado de manera instantánea por cualquier acontecimiento mayor o menor. Es pronto, por tanto, para vaticinar que el electorado norteamericano llegará a noviembre de 2012 dominado la confianza en el futuro. Pero es indudable que con la eliminación de Bin Laden, Obama obtiene un argumento de muchísimo peso para apelar al optimismo.
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